Una aldea que se llamaba Bogotá
Entonces Bogotá no pasaba de los 90 mil habitantes. Estaba tan aislada del mundo, que para llegar al exterior o a otras regiones del país se requerían semanas de penurias y aventuras por caminos, ríos y mares.
Sin embargo, circulaba la prensa nacional y algo de la extranjera, y llegaban libros del exterior. Perezosamente comenzaban a aparecer algunos servicios públicos (el primer acueducto con tubería de hierro, se construyó en 1886) y unas pocas industrias; calles empedradas, casonas, iglesias, conventos, plazas con fuentes, carretas tiradas por caballos, mercado público al que accedían los campesinos a vender sus productos, cantinas y chicherías y unos extramuros donde se levantaban ranchos de paja y piso de tierra que habitaban las clases bajas, mayoritarias.
Una ciudad en la que cada día florecía un periódico y en uno de ellos se anunciaba el Hotel Tequendama, “situado a cuadra i media de la plaza de Bolívar, cerca de la iglesia de Santa Clara (que ofrece) SERVICIO ESMERADO, precios módicos y baño de regadera gratis a los comensales”. Se anunciaban también la cerveza de la fábrica Leo S. Kopp, las máquinas de escribir Hammond, calderos para trapiches y alambiques, en avisos diseminados entre diatribas políticas, chismes, acrósticos, chispazos, poemas y plegarias, todo ello con muy buena ‘sintonía’ entre la juventud universitaria.
Algunas publicaciones destilaban humor e ingenio a la par que reflejaban la situación: “El dengue. Órgano de la enfermedad reinante”; “El derrumbe. Órgano de la degeneración”, en clara alusión a la Regeneración, como se autodenominó el régimen de Núñez y el Zancudo. Era toda una osadía emprender proyectos periodísticos de crítica u oposición.
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