Compartimos el ensayo de nuestro docente Alfonso Gómez Méndez: ‘La Constitución no es el problema’

En un texto que estoy preparando sobre la historia constitucional de Colombia, sostengo la tesis de que mientras las antiguas colonias inglesas -particularmente los EE UU-, una vez lograda la independencia adoptaron una Constitución breve, que en más de 220 años han cambiado muy pocas veces, crearon las condiciones para construir Nación y desarrollo económico y social, las antiguas colonias españolas se dedicaron a hacer y deshacer constituciones en un proceso que aún no se detiene. El caso colombiano es muy particular. No solamente hubo constituciones “nacionales”, sino de cada una de las provincias, como Cundinamarca, Mariquita y otras.

La primera Constitución Nacional, la de Cúcuta de 1821, consagraba ya claras normas sobre la organización del Estado, tenía disposiciones que si se hubiesen aplicado desde entonces, hubieran cambiado la suerte de la nueva República, tales como: “La Nación no es ni será nunca patrimonio de ninguna familia o persona”, “el gobierno de Colombia es popular y representativo” y, con más precisión, la del artículo 3º, que decía: “Es un deber de la Nación proteger por leyes sabias y equitativas, la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad de todos los colombianos…”.

La mayoría de las guerras civiles del siglo XIX -todas con muertos- fueron originadas en disputas por defender o modificar una Constitución, casi siempre de fugaz vigencia. La única “revolución triunfante” en ese siglo fue la del general Tomás Cipriano de Mosquera contra Mariano Ospina Rodríguez, que terminó con la expedición de una Constitución por la convención de Rionegro.

Esa fue la Constitución radical de 1863, que consagró un régimen de libertades públicas y estableció el sistema federal que rigió durante 22 años. Fue una Constitución libertaria, con separación de iglesia y Estado, matrimonio civil, restringido presidencialismo y que, desde entonces, instituyó lo que ahora se llama “bloque de constitucionalidad” que, como otras cosas, algunos consideran que es una innovación de la Constitución de 1991.

Como era una Carta prácticamente inmodificable, originó otra guerra civil, la de 1885, que terminó -nuevamente- con la imposición de la Constitución de 1886. Esta, que en principio fue redactada por integrantes puestos por Rafael Núñez a través de los “cabildos” -de los que se vuelve a hablar ahora- fue en sus comienzos clerical, centralista, presidencialista, con instituciones tan odiadas como la retención de personas por el Ejecutivo; el Estado de Sitio, que irónicamente serviría para desencadenar el proceso de la Constituyente en el año 90 y periodos presidenciales de seis años con reelección inmediata. Rigió por 105 años, pero fue reformada en 79 ocasiones, hasta el punto que del texto original, en el año 90, apenas quedaba vigente una tercera parte.

Fetichismo constitucional:

En el siglo XX continuó el fetichismo constitucional. El dictador Rafael Reyes convocó una constituyente de bolsillo, que en 1905 expidió un Acto Legislativo para prorrogarle el periodo.

En 1910, terminado el quinquenio de Reyes, otra reforma constitucional, esa sí de amplio calado, prohibió la reelección presidencial inmediata; redujo el periodo presidencial a cuatro años; creó el control constitucional -que tampoco surgió en el 91-; estableció la acción directa de inconstitucionalidad y dejó las bases para la creación del Consejo de Estado. Ya ahí la Constitución adquirió un carácter “nacional”. Curiosamente, entre 1910 y 1936, cuando se dejó quieta la Constitución, el país vivió -aunque bucólica- una época sin violencia.

No es cierto, como se repite ahora, que haya una relación entre cambio constitucional y paz.

Otra vez -para bien- en 1936, ya durante la ´Revolución en Marcha´, hubo otra trascendental reforma constitucional efectuada por el Congreso, que introdujo el concepto de Estado Social de Derecho; la intervención del Estado en la economía; la función social de la propiedad; el derecho de huelga; permitió una novedosa ley de tierras y creó la jurisdicción agraria que ahora se presenta como novedosa.

En 1952, volvió a aparecer el “fantasma de la constituyente”. Laureano Gómez la convocó y dejó un proyecto de Constitución corporativista con rasgos “fachistoides”. El 13 de junio de 1953, cuando se produjo el golpe militar del general Gustavo Rojas Pinilla, este echó mano de la Constituyente que había dejado lista Laureano y, paradójicamente, en su primer acto “legitimó el cuartelazo”. Rojas amplió esa constituyente, que luego lo “eligió” para el periodo 1954 -1958 y antes de su caída, el 10 de mayo de 1957, lo había hecho para el cuatrienio 58-62. Como el país estaba sin instituciones, pues no había Congreso, ni independencia de poderes, la junta militar, asesorada por los jefes de los partidos, convocó a un plebiscito -figura hasta entonces no prevista- para reordenar el país.

Ese plebiscito, del 1º de diciembre de 1957, fue votado por más de 4 millones de colombianos y colombianas que acudían a las urnas por primera vez, equivalente al 70 por ciento del censo electoral. La Constitución del 86 fue acogida por los dos partidos, excluyéndose las reformas espurias hechas por constituyentes de bolsillo, como las de Reyes, Laureano y Rojas Pinilla. Se repitió, con la participación -esa sí- del Constituyente primario, que la Constitución solo podía cambiarse por el Congreso con el mecanismo de las dos vueltas. Esa norma popular plebiscitaria fue desconocida en 1990 cuando se usó el siempre odiado Estado de Sitio para desencadenar el proceso constituyente, alegando la violencia generada por la perturbación del orden público, básicamente relacionada con la acción de los narcotraficantes para tumbar la extradición.

Reformas exitosas y fallidas:

Restablecido el juego democrático en 1958, tal vez la reforma constitucional más importante fue la de 1968, que modificó la tercera parte de lo que entonces quedaba de la Carta del 86.

En 1977, el presidente Alfonso López Michelsen presentó, vía Congreso, la llamada “pequeña constituyente” para reformar la justicia y el régimen departamental y municipal. La Corte Suprema la declaró inexequible porque consideró que violaba el artículo 218, a pesar de que el Presidente la había tramitado por el parlamento. Otra ironía, 23 años después, la misma Corte, en decisión dividida y controvertida, autorizó un proceso constituyente que no tenía origen en el Congreso, sino en un decreto de Estado de Sitio. Y el ponente que en 1978 tumbó la constituyente de López, un prestigioso jurista conservador, José María Velasco, que había sido “rojista”, resultó elegido en la constituyente que surgió del Estado de Sitio, como representante del M-19.

Julio César Turbay también hizo aprobar una importante reforma, la de 1979, que tocaba más de 79 artículos de la Constitución, con avances en la justicia y el Congreso, como la creación de la Fiscalía y del Consejo de la Judicatura, y la pérdida de investidura para los parlamentarios. La Corte la tumbó por vicios de procedimiento. En el 90 se dijo que había que acudir a un mecanismo extraordinario, aduciendo que la Corte no permitía los cambios constitucionales, falaz argumento que parece repetirse ahora.

Al posesionarse Virgilio Barco dijo, con razón, que no era necesario cambiar la Constitución para gobernar e inicialmente no presentó ningún proyecto de reforma. Cuando el M-19 secuestró a Álvaro Gómez hubo una negociación en Panamá para su liberación y los secuestradores pusieron como condición para liberar al rehén que se presentara una reforma constitucional, no por constituyente sino vía Congreso.

Barco lo hizo y presentó un proyecto de reforma que fue aprobado en primera vuelta y en el sexto debate, en la comisión primera de la Cámara, apareció un travieso mico que pretendía que se convocara a un referendo para tumbar la extradición, que era la principal exigencia de los narcos para parar la ola narcoterrorista que paralizaba al país. Barco y su ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simonds, prefirieron hundir la reforma, antes que ceder a la presión. Con esa reforma no hubiera prosperado la constituyente del 91, pues allí ya aparecía por lo menos el 80 por ciento de lo que luego se aprobó, como la creación de la Fiscalía y del Consejo Superior de la Judicatura; la doble vuelta para la elección presidencial, buena parte de la carta de derechos; la tutela y el restablecimiento de la Vicepresidencia.

El asesinato de Luis Carlos Galán sirvió de aliciente para la búsqueda de un “cambio”, que se encauzó por una reforma constitucional por fuera de las normas entonces vigentes. La cruel ironía es que a Galán lo mataron los narcos por defender la extradición y la constituyente, -con trece honrosas excepciones- terminó incorporando por primera vez a la Constitución esa prohibición, a lo que Barco, valientemente, se había negado a ceder.

Todas las constituciones han contemplado mecanismos para conseguir la paz, por la vía militar o por la negociación. Barco hizo la paz con el M-19 y su comandante, Carlos Pizarro, sin necesidad de cambiar la Constitución.

Pero más allá de lo que pudo ocurrir con el camino escogido y el hecho de que en la integración de la constituyente solo hubiera participado el 30 por ciento del censo electoral y de que hubiese revocado un Congreso elegido por 8 millones, la nueva Constitución tiene más luces que sombras: por primera vez los colombianos han sentido la Constitución como propia; la carta de derechos, aun cuando está por cumplirse, puede ser modelo en el mundo; la tutela ha acercado el ciudadano a la justicia; la Corte Constitucional ha ampliado el papel de guardiana de la Constitución; aun cuando hay problemas en la parte orgánica, no dificulta la gobernabilidad; tiene todos los instrumentos para hacer la paz o la guerra y, recoge muchas de las instituciones que venían desde 1936 y 1968, así como de los proyectos del 79 o del 88.

Ni en el 90 ni ahora el problema es la Constitución, sino su incumplimiento. Las constituyentes no han dejado buenas lecciones en nuestra historia. No hay ninguno de los problemas actuales de nuestra Nación que no pueda resolverse con la Constitución vigente. Los países desarrollados no cambian tanto las constituciones. La seguridad jurídica empieza por una Constitución estable. Y, obviamente, lo primero que hay que establecer es qué es lo que se va cambiar de la actual carta política, por qué y para qué.

Los presidentes deberían pensar más en gobernar y no alimentar el “fetichismo constitucional”.