Ruth Acuña, custodia de la historia de nuestra Facultad
Recorrer las salas y galerías del Claustro San Agustín tras los pasos de la profesora Ruth Acuña es asomarse a decenas de historias entretejidas que definen nuestra Nación, entre las que se hallan, indivisiblemente, los eventos que marcaron el devenir de la Facultad de Estudios del Patrimonio Cultural.
Por: Carlos Serrano
Docente de la Facultad de Estudios del Patrimonio Cultural
Ruth y yo le pusimos cita a los estudiantes de primer semestre en la Casa 1-37 para luego guiarlos hasta el Claustro San Agustín. Allí, los invitaríamos a dejarse envolver por la historia de violencia de nuestro país, tan cruda, triste, aunque bellamente retratada en la exhibición fotográfica de Jesús Abad Colorado titulada “El Testigo”. Nuestra intención era suscitar en ellos una reflexión a partir de la cual pudieran contemplar la belleza como vulnerabilidad, comprender el patrimonio como memoria histórica, interpretar la fotografía como un acto de denuncia, de reivindicación, de llamado a la paz.
Mientras nuestros estudiantes se dejaban conmover por las imágenes e historias en cada sala del segundo piso del Claustro, yo buscaba a Ruth por doquier; me abría camino entre estudiantes atravesados por el dolor. Finalmente la encontré, frente a un conjunto de 15 fotografías que retrataban a víctimas del conflicto sosteniendo en sus manos las fotos de seres queridos desaparecidos. Me quedé observándola un rato para no interrumpir el raudo flujo de sus reflexiones. Decidí sacar mi cámara y tomar una foto en un intento por inmortalizar el aura que cubría a Ruth en ese instante. No estoy seguro si lo logré. Luego, la invité a los corredores a conversar.
Era el momento de continuar con la narración de su historia en la Facultad, la cual me había ido entregando, modestamente, mientras caminábamos de la casita 1-37 hacia el Claustro. Ahora, reunidos bajo los arcos de estilo colonial, frente al frondoso patio central y vigilados por los cerros orientales, comenzó a aflorar de Ruth —como buena historiadora que es —una plétora de memorias, eventos, experiencias, vínculos e interpretaciones de su trayectoria que, aunque a veces interrumpida, me pareció trascendental para el impacto e influencia de la Facultad de Patrimonio en la sociedad.
Su llegada en 1997 al Externado; sus cátedras de Historia del Arte de los siglos XIX y XX durante tantos años; sus aportes al proceso de autoevaluación de la Facultad de la mano de la decana Helena Wiesner, de la profesora Gloria Mercedes Vargas y de Myriam Ochoa de la Facultad de Educación; su vigorosa participación en el Consejo de Facultad; los varios equipos de investigación de los que hizo parte: grupo de investigación social del patrimonio junto a Luz Guillermina Sinning, grupo de investigación para la construcción social del patrimonio de la mano de Blanca Victoria Maldonado; sus campañas contra el tráfico ilícito de bienes muebles, durante las cuales recorrió el país en representación de la Facultad; su contribución en diversas publicaciones: libros, cuadernos de taller, catálogos del Ministerio de Cultura; sus incontables tesis dirigidas. Noté enseguida una emoción especial cada vez que Ruth relataba partes de su tránsito por las sendas de la investigación, la cual, según sus palabras, responde a su vocación más profunda, pues le ha permitido conectar sus intereses, estimular su creatividad y dar lugar a una de sus mayores motivaciones: la construcción de nuevo conocimiento.
Era el momento de regresar a la Universidad. Su caminar firme y pausado, su serenidad y profundidad fruto de la experiencia, su voz una mezcla entre la dulzura y la vehemencia, sus vastos conocimientos en la historia del arte y de nuestro país, me hacían pensar en cuán honrado me sentía aquella mañana y en tantas otras ocasiones de ser un estudiante más de tan ilustre maestra; una vocación que la ha acompañado desde la infancia, ya que, como me contó subiendo por la Calle 10, cada tarde llegaba a casa a enseñar a su familia todo lo que había aprendido en la jornada escolar.
En esta conversación en la que traté de cruzar la frontera de la privacidad de Ruth, me di cuenta de que conocerla sólo desde su paso por el Externado es sesgar la mirada frente a un extenso paisaje social que recorrió e investigó arduamente y que habita en su memoria muy nítido y colorido. Subiendo la loma por la 12, Ruth se acordaba de La Sierra Nevada de Santa Marta, Tamalameque, Ocaña, Sardinata, Buenaventura, Pasto, Arboleda, entre muchos otros, escenarios que se alternaron con las aulas y que le permitieron aplicar todo aquello aprendido en su pregrado en sociología de la Nacional y, posteriormente, profundizar con su maestría en sociología de la cultura y su doctorado en historia.
“De pronto, yo estaba en la Sierra Nevada de Santa Marta y el lunes tenía clase en el Externado sobre Kandinsky. Eso era totalmente distinto; estaba en Historia del Arte acá y allá, trabajando en desarrollo local. (…) A mí me parecía increíble bajar de Ciénaga y llegar a dar Impresionismo. (…) Me iba a Barranquilla, Buenaventura, Sincelejo, estudiando el desarrollo de la cultura local”.
Resulta intrigante la coincidencia entre el trabajo de Ruth y el de Abad Colorado. Ella trabajó incansablemente en proyectos de desarrollo local en varios municipios duramente golpeados por la violencia y destrucción del paramilitarismo. Mientras hablábamos, me contaba que la mayoría de las regiones retratadas en las fotografías de Abad fueron también lugares desde los que quiso re-construir Nación a partir de los principios de la sociología y de la cultura.
Ahora que lo medito mientras escribo este homenaje en mi escritorio, la mayor coincidencia de toda esta experiencia junto a Ruth es que, así como “El Testigo” es el lente y ojo agudo de Abad Colorado, ha sido Ruth uno de los más fieles testigos de las vicisitudes, glorias, transformaciones y éxitos de la Facultad: la custodia de una historia que ella misma sigue escribiendo día tras día desde las aulas.