Corrupción en la educación: distintas percepciones sobre gravedad de los comportamientos
La comunidad educativa colombiana rechaza conductas poco éticas, pero estudiantes, profesores, rectores, decanos, funcionarios, padres de familia– son propensos a incurrir en ellas cuando se trata de obtener resultados.
Encuentran muy grave falsificar títulos, pero estiman menos grave entregar dádivas a cambio de mejorar una calificación.
Así lo determina el estudio “Educación y corrupción. Investigación evaluativa sobre percepciones en el sector educativo”, adelantada por Ángel Facundo Díaz PhD y Carlos A. Pardo Adames, Msc, investigadores del grupo Evaluación y Gestión Educativa de la Facultad de Educación del Externado.
El artículo se incluye en el tomo II de la colección “La corrupción en Colombia”, un proyecto interdisciplinario realizado por grupos de las distintas facultades de la Universidad que, a su vez, hace parte de la serie “Así habla el Externado”, dedicado a los temas más sensibles de la actualidad.
El propósito de la investigación fue “disponer de una primera aproximación sobre la corrupción en el sector educativo e identificar las percepciones y necesidades planteadas por diversos actores de la comunidad educativa colombiana sobre este fenómeno, que pudiesen arrojar información para diseñar programas curriculares más pertinentes que permitan contribuir a superar la situación existente. Más que conocimientos al respecto, buscó identificar las actitudes sociales, es decir, los ‘modos de situarse a favor o en contra de determinadas cosas’”, explican los investigadores.
El insumo principal del estudio se obtuvo de una encuesta enviada a instituciones de educación básica, media y superior de las principales ciudades del país, respondida por 310 personas, entre agosto y octubre de 2016.
“El promedio de los participantes en la encuesta, concluye el estudio, “conoce qué es una práctica corrupta y cuentan —de entrada— con un criterio común compartido frente a la corrupción. Esto es, saben distinguir cuándo se infringe una norma o un acuerdo social para sacar provecho propio, perjudicando con ello al conjunto social. Es decir, hay una formación o al menos un conocimiento básico sobre la corrupción. Sin embargo, si se considera la alta heterogeneidad de percepciones respecto de la valoración de la ‘gravedad’ de las acciones corruptas planteadas, estos datos indicarían que los participantes tienen problemas de percepción en lo referente a la ‘valoración’ de hechos concretos de corrupción. Hay gran dispersión en las percepciones, hecho al que debe dársele relevancia al momento de considerar posibles políticas respecto a la corrupción. Es decir, no convendría una política general, sino varias específicas para cada tipo de población”, sostiene el artículo.
El problema surge cuando la práctica corrupta se perfila como un instrumento para lograr un resultado y en esos casos se identifica mayor laxitud en la valoración del comportamiento. Así, el ítem que obtuvo el mayor promedio fue “realizar cualquier tipo de trampa en títulos”, con 4.8 (sobre 5). Es la práctica corrupta a la que los participantes atribuyeron la mayor gravedad, cercana al máximo posible. Y, en general los promedios referentes a valoración de prácticas que se enunciaron en la encuesta son superiores a 4.0, es decir, todos se consideran prácticas ‘graves’.
No obstante, es sorprendente que “utilizar palancas o entregar dádivas o regalos para acelerar trámites” alcance un promedio de 4.1 y que “realizar cualquier tipo de trampa en tareas”, se ubique en 4.3. “Lo cual significaría que se conoce que es una acción ‘anormal’ (corrupta) y grave, pero prima el logro de objetivos”, concluyen.
Otro de los hallazgos es la heterogeneidad de percepciones sobre las formas de superar el problema de la corrupción. En esencia, se presentan dos enfoques: por una parte se considera fundamental el rigor y la eficiencia en la sanción a las prácticas corruptas; en la otra perspectiva, aparece el elemento de formación en valores desde los primeros años: “Esto último parece corroborar la hipótesis de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) de que el desarrollo de competencias socioafectivas, sobre todo en los primeros años, es tanto o más importante que las competencias cognitivas”, resaltan los investigadores y agregan:
“Esta posición sugiere la importancia de la educación y la formación desde la primera infancia, lo que llama al diseño de programas para la familia y la escuela ámbitos en los cuales se deberá insistir en la superación del egocentrismo, el control de impulsos y emociones y el respeto de los derechos de los demás y de los bienes colectivos y públicos”.
Como puede deducirse y como los mismos autores lo subrayan, este trabajo deja abiertas muchas puertas para investigaciones que no hay que dudar en considerar acuciantes, habida cuenta del papel trascendental que se otorga a la educación, considerada si no el único factor, sí el más importante para la construcción de una cultura de la legalidad, del respeto el otro, de la decencia, es decir, como el camino para cortar de raíz el extendido fenómeno de la corrupción.