Discurso honoris causa de Juan Carlos Henao
El 5 de octubre de 2012, la Universidad de Montpellier confirió el prestigioso título honoris causa al ex rector, Juan Carlos Henao. Este reconocimiento fue el resultado de una brillante carrera académica de un académico que siempre estuvo comprometido con la excelencia académica.
La Universidad le rinde un homenaje y comparte su visión y sabiduría a través del discurso que escribió y compartió en Francia. Sus palabras no solo honran su trayectoria excepcional, también inspiraron a toda nuestra comunidad a seguir trabajando por la Universidad Externado de Colombia.
Nueve mil kilómetros he recorrido con mi familia para venir a decir gracias. Gracias Monsieur Philippe Augé, Presi- dente de la Universidad de Montpellier 1, gracias Madame Marie-Elisabeth André, Doyen de la faculté de Droit et Science Politique, gracias Señor profesor y dilecto amigo Rémy Cabrillac, por haber tenido la gentileza y la osadía de postularme para este reconocimiento, gracias Señoras y Señores miembros del Consejo Directivo de la Universidad, por haber aceptado dicha postulación; gracias amigas y amigos, por acompañarme en esta ceremonia. Gracias también a quienes a pesar de no estar presentes, se unen conmigo desde la distancia.
En los preparativos de este discurso tuve una bella conversación con una de mis hijas, en la cual intenté explicarle el porqué de esta ceremonia. Antes de dicha conversación me había dado en la tarea de estudiar la tradición de los títulos Honoris Causa y la historia de la antiquísima Universidad de Montpellier. Creo poder afirmar sin desatino que otorgar un título de Doctor Honoris Causa es ante todo un gesto de amistad, pero también de reconocimiento a una trayectoria académica y humana que se estima digna de resaltar. Por ello se recibe un título honoris causa con enorme placer pero, al tiempo, con una gran dosis de humildad.
De placer, porque la base de este ritual radica en la amistad que, por excelencia, es fuente primigenia de placer. Solo se entrega un título de esta naturaleza a quien se considera amigo, próximo, afín, porque se parte de que la universidad que lo otorga propicia, “por causa del honor”, el ingreso en su seno del homenajeado. Se abre la puerta de su hogar para permitir con vocación definitiva la estancia del invitado, con lo cual se sella un compromiso de lealtad, otra de las aristas hermosas de la amistad. Un sentimiento de honra se aúna a este placer, cuando el título se recibe de una universidad que se respeta, porque tiene una prolífica tradición que remonta al siglo xiii y una prestancia académica que aprovechan en la actualidad más de 21.000 estudiantes en sus 7 facultades.
Aunque la amistad no se predica de la persona jurídica sino de los miembros de la comunidad que la componen, la afinidad sí se manifiesta frente al ideario de la institución que, a su turno, se refleja en quienes tienen su identidad con él. Comparto en su integridad el ideario de la Universidad de Montpellier 1, por ser el de la democracia francesa, el de la oportunidad para todos, el del espíritu laico y no dogmático, el de la investigación libre y creativa. El respeto por dicho pensamiento y por los seres humanos que lo proyectan, es la fuente de mi amor por Montpellier, por su universidad, por su profesorado, por sus estudiantes.
Debo recordar que en esta ciudad habité con mi familia durante siete años. Medieval, mediterránea y grata, me acogió en uno de los períodos más agradables de mi vida. En él saboreé su espíritu, la amabilidad de su gente, hice amigos en la academia y por fuera de ella. Tuve también el privilegio de ser profesor invitado y jurado de tesis doctorales. Conocí a varios profesores, quienes, con generosidad, trasegaron los mares conmigo para compartir sus conocimientos en mi natal Colombia. En esos viajes se tejieron profundas relaciones entre la Universidad de Montpellier 1 y la Universidad Externado de Colombia. La amistad dio lugar al reconocimiento mutuo, a la cooperación y a un fructífero intercambio de saberes y quehaceres. La estancia en Montpellier me curtió también como persona. Me enseñó las satisfacciones de llevar a mis hijas de la mano a la puerta de su colegio; las complejas destrezas táctiles aplicadas en la repetida tarea de clasificar, lavar y extender ropa. Familia, existencia sencilla y academia con mucha lectura y reflexión, fueron el trípode de esos siete años de plácida vida en esta tierra que me acogió sin reservas.
Por todo lo anterior siento el placer de la amistad en este reconocimiento; lo prohíjo, me honra y me compromete. Sin embargo, ese placer se entremezcla con el pudor y la humildad con los cuales estoy aquí frente a ustedes.
En la conversación con mi hija, discutíamos si el reconocimiento es algo necesario y en qué términos, para el ser humano. Me decía que, en su caso, no eran los reconocimientos lo que la motivaban en la vida. Pensaba que lo importante era la satisfacción propia, la identidad tácita y silenciosa con el prójimo.
¿Se puede y se debe vivir sin reconocimientos? ¿Son los reconocimientos egocéntricos e innecesarios? ¿Debe el reconocimiento expresarse en una valoración pública?
Ante la dificultad de responder contundentemente, sin más, a estos interrogantes, adviene entonces el pudor, como sentimiento que cobija al homenajeado, quien pretende ocultar sus emociones íntimas. Pero ese pudor no puede llevar a la falsa modestia que comúnmente se anuncia cuando en el discurso se expresa lo inmerecido del homenaje. La humildad, que se explica tanto por la finitud humana como por los límites del conocimiento que podemos adquirir, admite pero restringe el reconocimiento. La autoestima es de apreciarse, si bien jamás con fórmulas pretensiosas, sí junto a un análisis crítico de la propia existencia. En ello reside finalmente la auto-reflexión ética que hemos de llevar a cabo continuamente. Humildad también es verdad y alegría no es necesariamente orgullo.
Esto explica por qué recibo con inmensa gratitud las insignias y el diploma que hoy me han entregado. Lo anterior, no me impide afirmar que, sin embargo, soy poco proclive a los homenajes. No lo soy por la falsa modestia, sino porque estimo que la historia personal es tan variada, tan compleja, que las exaltaciones solo tienen por objeto resaltar algún ángulo de la vida del homenajeado, sin auscultar la profundidad de su vida. Como diría José Enrique Rodó en el prefacio del libro El sueño del Celta, de Mario Vargas Llosa, “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes”.
Entonces, ¿a quién se homenajea? ¿A cuál Juan Carlos?¿Al que conocieron sus compañeros profesores universitarios aquí presentes? ¿Al que ha visitado y seguirá visitan- do a los amigos montpellerianos para tomar un aperitivo? ¿Al que comparte con su familia esta ceremonia? ¿Al que formó parte de la Corte Constitucional colombiana? ¿Al que se retiró de dicha Corte para asumir la difícil tarea de suceder a su maestro, Fernando Hinestrosa, en la rectoría de la Universidad Externado de Colombia? ¿Cuál de todos ellos es quien aquí les habla? ¿Cuál de esas personalidades simultáneas que se concretan en un solo cuerpo y que de todas formas se esfuerza por adquirir una unidad, es objeto de este homenaje?
Creo estar ante ustedes en estas circunstancias, a más de por la generosidad de ustedes, por un transcurrir vital que se ha considerado digno de resaltar.
Es así como solo entiendo este homenaje como una forma que me compromete en la perseverancia de unos principios con los cuales he vivido y con los cuales he buscado la dificultosa tarea de la propia unidad, y frente a los cuales, con la exaltación que ustedes me procuran, me vinculo hoy aún más.
Permítaseme entonces hablar someramente de cuáles son esos principios que quiero resaltar, porque son ellos los ver- daderos destinatarios de las insignias concedidas.
En primer lugar, las pretensiones de libertad, igualdad y fraternidad esgrimidas desde 1789, que si bien son los pi- lares de la democracia, han demostrado sin embargo con suficiencia de argumentos, que si dejan de ser un paradigma jurídico, concluyen desnaturalizadas. La libertad sin justicia es sólo “servidumbre voluntaria”, en los términos en los que la definió Étienne de La Boéttie. La igualdad sin justicia se reduce a una dictadura aritmética de raciones de supervivencia para cada cual, y, la fraternidad privada de juridicidad, es solidaridad en el vacío.
Si se parte de ese paradigma esencial, es claro, en segundo término, que comulgo con el ideal de alcanzar la justicia en formas más concretas. Una mayor precisión del contenido de la justicia debe estar en la agenda de las democracias del siglo xxi. Dentro de ella debe contar su accesibilidad, es decir, el derecho de cualquiera para interactuar con el poder en términos de equidad y de respeto mutuo. También la estabilidad constitucional y normativa como garantía de una perspectiva sólida del presente y responsable con el futuro, que aminore la contingencia –esto es, la eventualidad de que cualquier cosa suceda–, que no tiene excepción ni para personas, ni para instituciones.
Punto aparte merece la inaplazable inclusión y protección de las minorías, conquistada como derecho jurídico y como consolidación de una ardua lucha cotidiana, histórica e impregnada de legitimidad, con la cual se relativiza la estimación numérica de los grupos humanos, por su valoración intrínseca.
Mas los valores anteriores a nada llevarían, y esto es un tercer aspecto, si no se interpreta el texto de la ley en el contexto humano, es decir, teniendo como premisa que es el ser humano, con su sensibilidad, el destinatario de las normas jurídicas.
La relación que tenemos con la norma jurídica es muy distinta de la que un matemático tiene con una ecuación. El jurista no se pliega a ella, a la norma, como ante un microcosmos irrebatible y finalizado. Por el contrario, busca resignificarla en tanto no exprese, o exprese insatisfactoriamente, la sustancia a la cual está referida. La cientificidad del derecho no se encuentra en su precisión conceptual, ni en su rigor semántico, sino en la potencia con la cual representa un acontecer entre personas.
En uno de sus versos Paul Valéry escribió que “c´est qu´il y a de plus profond dans l´homme, c´est la peau”. A favor de Valéry debo aclarar que para su época los derechos femeninos no habían entrado en el glosario de la poesía. Creo que ese verso nos sugiere a los juristas revisar la pretensión de satisfacernos y satisfacer a otros, sólo a partir de la racionalidad jurídica doctrinaria.
El derecho como dispositivo de juzgar es incompleto si no se integra con una clara disposición a comprender la condición humana que se somete a un juicio. Esa aspiración a vislumbrar lo que el texto jurídico no puede ver, hay que buscarla en las ciencias del hombre y la sociedad y también en el arte.
En contravía con algunas aspiraciones, las personas no actuamos como sujetos jurídicos, actuamos como seres humanos. Nuestras decisiones están marcadas por tantos acasos, que la ley es apenas uno de ellos, importante sí, pero inmerso en muchos otros. Antes de ser culpables o inocentes, justos o injustos, somos padres o hijos, vegetarianos o carnívoros, avaros o generosos, ecuánimes o irascibles, paupérrimos o ricos, adolescentes o ancianos. Como especie somos demasiadas formas de existir, con demasiados patrimonios acumulados, como para reducirnos a tener cabida en una, o en unos pocos incisos jurídicos.
Y toda interpretación humana de la norma de nada serviría sino buscare privilegiar los derechos de las personas y sobre todo los derechos humanos.
Ninguna propuesta de organización social concebida desde los intereses más generales, como el comunismo, el fascismo, o el comunitarismo, han logrado, ni podrán lograr desvanecer al individuo. La razón puede estar enunciada veinticinco siglos atrás, cuando Protágoras afirmó que “El hombre es la medida de todas las cosas”. Pero dos mil seiscientos años no pasan desapercibidos; en el 2012 tendríamos que ampliar el sujeto de la oración y afirmar que, “El hombre, la mujer, el niño, el homosexual, el negro, el inmigrante, el indigente (y un interminable etcétera), es cada uno la medida de todas las cosas”.
Lo anterior se sintetiza en que, ni el género humano es la suma de sus partes, ni la condición humana tiene traducciones a códigos distintos de los humanos.
Si se me permite parafrasear a Protágoras creo que “El hombre es la medida de todas las leyes”. Pero sobre todo de las leyes que le protegen en sus fueros más personales, es decir, los Derechos Humanos.
Lo dicho cobra sentido, en mi entender, cuando pienso que los derechos de las personas son el argumento de legitimidad de la disciplina del derecho, como herramientas al servicio de la vida material y concreta de los individuos. Y a un nivel más profundo, los Derechos Humanos son las potestades de las personas en general, pero con carácter de urgencia de aquellos seres humanos vivos en estado de fragilidad, que pueden dejar de estar vivos o vivir sólo para perpetuar su dolor, si no se les ampara con nuestro saber. En fin, en los Derechos Humanos encuentro la distinción jurídica más clara entre lo humano y lo inhumano.
Reivindico entonces en esta ocasión valores que son comunes a la Universidad que hoy me homenajea y a la que ha sido mi casa de estudios, la Universidad Externado de Colombia, de la cual hoy soy su rector si apenas intentando conservar la magnífica y monumental obra de mi irremplazable antecesor, Fernando Hinestrosa, quien sin duda aquí estaría de no haber fallecido. Quien dice Universidad Externado de Colombia dice educación para la libertad, rebeldía, in- dependencia, cuestionamiento permanente, exigencia individual, tolerancia, honestidad, rechazo al dogma, laicismo, democracia social, promoción de los valores democráticos, exclusión del mesianismo… Tales principios beben de la fuente de la sociedad francesa, que a su turno inspiran esta casa de estudios en la cual nos encontramos. Tal ideario común habrá de guiarnos por siempre.
Les reitero que es su generosidad lo que aquí me tiene, intentando descubrir qué Juan Carlos es quien se acaba de dirigir a ustedes. De él sólo les garantizo que es, y seguirá siendo, un perpetuo estudioso del derecho, con principios aprendidos en mi querida patria y profundizados en este valioso y hermoso país, que es también el mío.
Muchas gracias.
Montpellier, 5 de octubre de 2012