Don Julio, el lustrador de historias del Externado
Aunque encontrar lustradores en Bogotá se ha vuelto cada vez más complicado y parece que escasean, en la Universidad Externado de Colombia hay un hombre que por más de cuatro décadas ha resguardado esta labor.
Entre las calles empedradas de La Candelaria y el incesante ir y venir de estudiantes y profesores, hay un hombre cuyo oficio no solo embellece el calzado, sino también perpetúa una tradición. Julio César Suárez Marchan, de 83 años, lleva más de cuatro décadas lustrando zapatos, y por más de 22 años ha sido un emblema viviente en la Universidad Externado de Colombia. Hoy es el vestigio vivo de un oficio que lucha por prevalecer.
“Esto es herencia de mi papá”, cuenta con nostalgia. “Mi ‘papacito’ murió como de 48 años y nos dejó a 10 hijos. Todos aprendimos algo de él. La lustrada empezó siendo a 3 centavos, después subió a 5, a 10, y así hasta llegar a lo que es hoy”. Desde joven, don Julio comprendió que su oficio sería su camino para enfrentar las adversidades de la vida.
Originario de un tiempo en que los zapatos de cuero eran un símbolo de estatus, don Julio recuerda los inicios de su labor como lustrador en las calles de Bogotá. “Esta caja tiene toda mi vida. Yo la hice. En las noches, cuando no trabajaba, volvía y la enganchaba. Siempre he sido juicioso con mi trabajo”, comenta mientras lija y arregla con orgullo su “cajita”.
Don Julio, como es conocido entre sus clientes, tiene la pinta de un lustrador de antaño. De uno que sería fácil imaginar sin haberle conocido el rostro. Sus manos ya están ajadas. Manchadas de betún. Pero su mirada resguarda una tierna sonrisa que acompaña las lustradas. Hay que hablarle fuerte pues ya no escucha muy bien. Pero qué lindas anécdotas guarda en su caja, que está adornada con monedas del siglo pasado, y otras tienen origen extranjero, como una del Banco Central de la Reserva del Perú. Cuando se le pregunta por el propósito o valor de estos objetos, tan solo responde: “Son de lujo”.
Hace poco más de dos décadas, don Julio encontró un hogar en el Externado, donde su presencia se ha vuelto indispensable. Desde las cuatro de la mañana, cuando la ciudad apenas comienza a despertar, se levanta y se alista para salir de casa con su overol azul, con sus cepillos, betunes y su inseparable caja de lustrar. Trabaja hasta la una o dos de la tarde. Actualmente cobra 5.000 pesos por la lustrada, lo que ya ni alcanza para dos pasajes de TransMilenio. En un buen día puede lustrar a unos 10 clientes habituales. Y en la tarde regresa a su hogar en Ciudad Verde, Soacha, esquivando el caos del transporte público en horas pico.
“Me gusta este sitio porque aquí no hay problemas. No me gusta ir a otros lugares porque a uno lo critican mucho. Claro que este trabajo no es deshonra”, afirma con determinación.
Don Julio ha trabajado para personalidades destacadas como el rector Hernando Parra Nieto, el secretario general del Externado José Fernando Rubio, o el fallecido exrector Juan Carlos Henao Pérez (2012-2021). Para él, todos los clientes merecen el mismo esmero.
El mundo ha cambiado, y con él, la demanda por zapatos de vestir también. Don Julio lo admite con una mezcla de humor y risa: “Muy pocos usan ya zapatos de vestir. A ratos es complicado conseguirse para la comidita, pero hay que tener paciencia. Si uno se afana, nos volvemos más viejos y nos vamos”.
Sus herramientas, cuidadas con devoción, también tienen historia. Sus cepillos, traídos de Medellín hace más de 30 años, están intactos gracias a los cuidados que les da. “Les meto fórmica, los pego y los pulo. Hay que mantenerlos”, explica.
Siendo padre de 12 hijos, don Julio cuenta cómo uno de ellos siguió sus pasos. “Es igualito a mí. Parece que fuera mi papá. Trabaja en la 13 con 8.ª y lleva como 30 años en eso. Es la misma estampa”, comenta con una sonrisa cargada de orgullo. Pero la vida no ha sido fácil. Hace 20 años perdió a su esposa, un golpe que marcó su existencia y desde entonces viene y va entre el centro histórico de Bogotá. “A la edad de uno ya no le dan trabajo en ningún lado. Qué me pongo a hacer. El único recurso es este: trabajar para poder medio vivir”.
Un oficio en vías de extinción
Los tiempos cambian. Eso es seguro. La vestimenta también. Para notarlo solo basta con hacer un recorrido de 15 o 20 minutos a paso constante desde la Plaza de los Periodistas, subiendo hasta el Chorro de Quevedo, y escalando por la calle 12 hasta la Universidad Externado. A través de este camino se puede ver que entre jóvenes y adultos los tenis y el calzado informal predomina.
Por allá antes del 2000, vestir calzado “formal”, mocasines o de charol, era un tanto más común. Incluso en los inicios de la vieja Bogotá, antecesores de don Julio se podían ver esparcidos por el centro de la capital. Para avistarlos solo hacía falta darse una vuelta por la carrera 7.ª, subiendo desde el antiguo edificio de EL TIEMPO en la avenida Jiménez hasta la Plaza de Bolívar. Actualmente, por estas calles en un día común se pueden ver a unos cuantos lustradores. Tal vez unos tres o cuatro a lo sumo. Una cifra que significa la mitad de lo que se podía llegar a ver antes.
Natalia León Soler, directora del Museo y Archivo Histórico Lux No Occidat de la Universidad Externado de Colombia, explica que este es un oficio que se fue dando con la vida cotidiana que se estaba desarrollando en Colombia, y en especial en Bogotá, desde finales del siglo XVIII.
Para hacer un viaje a esta época solo basta con recorrer las calles de Chapinero, que hoy es una localidad compuesta por un vibrante comercio, zonas de comida y restaurantes que se alojan en casas emblemáticas de estilo inglés; que alguna vez fueron epicentro del calzado bogotano.
En el pasado, Chapinero fue un área conocida por ser hogar de muchos zapateros y artesanos dedicados a la fabricación de calzado. Se dice que el nombre proviene de la palabra «chapín», que hace referencia a un tipo de calzado artesanal que era utilizado por los trabajadores y campesinos. El «chapín» era un zapato rústico, hecho a mano, y se utilizaba para caminar por terrenos difíciles.
“Hacia mediados del siglo XIX se reconoce el oficio de los lustradores dado que en Bogotá, en especial en Chapinero, se ubicaban las talabarterías y zapaterías. A su vez, como en el barrio Las Nieves”, explica León Soler.
La historiadora detalla que estos lugares de la “vieja Bogotá”, eran frecuentados por los lustradores y con el tiempo conquistaron varios espacios de la ciudad, que eran los que frecuentaban los ciudadanos que usaban zapatos formales. “Trabajaban en los cafés, plazas, y centros de comercio. Esto se mantuvo desde el siglo XX”, agrega.
En Inglaterra y Francia los lustradores tomaron auge debido a la industrialización y, con ellos, la moda europea. Las monarquías tenían su propio personal dedicado al cuidado de los zapatos, cómo fue con María Antonieta de Austria. Sin embargo, la propia industrialización hizo que este trabajo tuviera que adaptarse al ritmo veloz de las metrópolis como Bogotá. Con la informalidad de la labor, adoptó un estilo errante. Muchas veces es una herencia como sucede con don Julio y su hijo.
Muchos de ellos, son personas de escasos recursos, que viven del día a día. Antes se les veía con las cajas de los bocadillos veleños para que el cliente colocará el pie, luego fueron adaptándolas hasta volverse insignia o, mejor, identidad que los representa. Pese a las dificultades que se viven por este trabajo, don Julio comenta que nunca ha pensado en abandonarlo.
“Seguiré hasta que mi Dios me quite la vida. Porque qué más. Uno joven puede conseguir otro empleo, pero uno viejo ya qué hijuemadres. Que sea lo que Dios disponga”, afirma.
Don Julio, con cada movimiento de sus manos, da brillo a las memorias de una ciudad y a las vidas que se cruzan en su camino. En el centro de Bogotá, muy cerca al histórico Chorro de Quevedo, su presencia es un recordatorio de que los verdaderos iconos son aquellos que, con sencillez y constancia, transforman lo cotidiano en extraordinario.
Fotografías: Fahir Emitso Bastos
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