Las humanidades: una caja de herramientas algo olvidada
Manuel Cancelado Jiménez
manuel.cancelado@uexternado.edu.co
En la última semana de enero de 1744, un joven recorre las húmedas calles de Nápoles; lleva a rastras, y de vuelta a casa, el ataúd de su padre luego de no poder realizar su funeral. Los pocos colegas de universidad que asistieron a sus exequias habían tenido un altercado con los sacerdotes que oficiarían las honras y estos, contrariados, decidieron abandonar el templo y, por supuesto, al muerto.
El cuerpo en el cofre era el de Giambattista Vico, hombre desdichado que no solo supo lidiar con la cojera acaso de un accidente cuando aún iba de infante, sino que, durante todos sus años, a más de engendrar una vasta prole, batalló contra la pobreza, el nepotismo de la universidad de su ciudad, la burocracia eclesial y sí, también, contra los excesos del racionalismo cartesiano que poca consideración tiene por la creatividad humana.
La obra de Vico constituyó un empeño permanente por advertir sobre los excesos de confianza cifrados en el descubrimiento de los misterios de la naturaleza mediante el uso de la ciencia moderna que venía al galope; no la rechazaba, por supuesto, pero sí que hacía un llamado de atención sobre sus limitaciones cuando de descifrar las complejidades del alma humana se trata.
Hoy, a casi 300 años del frustrado funeral de Vico, poca duda cabe de que gracias a la ciencia la humanidad ha logrado innumerables avances, y que muchas de las esperanzas que tenemos para resolver asuntos de importancia social reposan en los aportes que esta pueda hacer. Pero igual, como si mirásemos a la doble cara de Jano, desconfiamos de sus hallazgos, o mejor, de lo que podemos hacer con ellos. Nos brillan los ojos al ver las posibilidades que se abren en la lucha contra la enfermedad cuando nos enteramos de los avances en biotecnología, pero levantamos la ceja al avizorar la extinción de la especie a causa de un arma biológica. ¡Ojalá siempre haya un adulto en la habitación!
Por el mismo camino, aunque en un laboratorio distinto, imaginemos al primer par de cromañones que bajó de los árboles; uno de ellos ha decidido hacer un refugio y ordena al colega recoger rocas y palos ¿Por qué este obedece? ¿Por qué obedecemos? ¿Cuál es el marco sobre el cual opera la decisión? Luce cómodo que otros decidan por uno, pero ¿siempre?; ¿y si el que decide es un algoritmo que revisa igual nuestras pulsaciones que nuestra temperatura y dicta en qué momento hidratarnos, a la vez que comparte información sobre nuestro organismo con bases de datos de industrias del ejercicio y del performance cuyo interés es sacar nuestra mejor versión o llevarnos al próximo nivel? De seguro hay cosas que se resisten a las lógicas del código fuente como, por ejemplo, la decisión de quien arriesga su vida por la de un semejante o incluso por la de un extraño. La vida democrática, al igual que el heroísmo, transcurre por el cenagoso camino de la toma de decisiones, y la solidez de sus instituciones debe mucho al carácter, autonomía y pensamiento crítico de quien les da vida: el ser humano. Y como lo ha señalado Martha Nussbaum, a la formación de estas cualidades se dedican las humanidades (Nussbaum, 2013). Desestimarlas es traicionarnos.
La idea sobre la que Giambattista Vico asentó su propuesta y que expone en sus Principios de una ciencia nueva, abrió un debate que C.P Snow, a mediados del siglo XX, retoma con la reflexión sobre Las dos culturas, en donde explica, a su manera, que la falta de interrelación entre las ciencias y la naturaleza está en la base de nuestra incompetencia para resolver problemáticas complejas y globales. En años más cercanos, el recién fallecido profesor Edward Wilson, también orienta su propuesta sobre la necesidad de una conjunción entre ciencias y humanidades: “El ámbito de la ciencia es todo lo que es posible en el universo; el ámbito de las humanidades es todo lo que es concebible para la mente humana” (Wilson, 2018), nos dice en su texto sobre los orígenes de la creatividad, además de recordar que “La combinación, que constituye lo que grosso modo denominamos <<humanidades>>, es lo que nos hace sumamente avanzados, y sumamente peligrosos” (Wilson, 2018). De pronto, las humanidades sean el puente que hay que tender para que los habitantes del planeta dejemos de asustarnos con el cambio climático y actuemos en consecuencia: sabemos de emisiones y de gases, de plásticos y combustibles fósiles, pero no cambiamos nuestros hábitos y comodidades.
Un ejemplo de lo expuesto arriba, sobre la integración ciencia-humanidades, lo vivimos recientemente cuando el mundo, cerca de siete mil millones de personas, fue puesto en cuarentena. Mientras esperábamos con ansiedad la noticia sobre el hallazgo de una vacuna que nos sacara del encierro, el alma humana recurrió a manifestaciones sobrecogedoras: citas a una hora determinada para encontrarse en los balcones y aplaudir, en gesto de agradecimiento, a quienes en los hospitales arriesgaban su vida y bienestar familiar por auxiliar a quien iba siendo víctima del virus. Otras, sacaron violines y trompetas a las azoteas para llevar sus melodías hasta los rincones de los hogares vecinos en donde la impaciencia empezaba a hacer estragos; alguien más se aventuró a enseñar gimnasia pasiva, a instruir sobre la manera adecuada de lavarnos las manos o de hacer un cubrebocas con elementos caseros; y las redes sociales, con sus limitaciones, nos permitieron algo de la vida social que igual nos constituye. El alma humana que brilla e ilumina; la mente creativa que nos define y caracteriza.
Sin embargo, también presenciamos falta de solidaridad internacional para con países de ingresos bajos, así como movimientos antivacunas o campañas de desinformación cuya intencionalidad no ha quedado finalmente establecida. Las relaciones entre la ciencia y la sociedad, en lo que se refiere a lo que puede hacer la primera y lo que exige la segunda, tienen todavía un largo camino por recorrer y mejor si lo hacen juntas. Los aportes sobre cómo alcanzar una mejor y provechosa apropiación social del conocimiento deben venir tanto de las ciencias como de las humanidades.
Hace unos años (que hacen décadas), en el mágico Orocué, Chava Amézquita me dijo que “sabremos que hemos perdido el mundo cuando nos vendan el agua en botella”. Hoy, le diría que el mundo anda algo perdido, y que la vida, traducida en genes, nos la venderán pronto en cajas de Petri o en ‘kits’ con tecnología CRISPR; y que sabremos que hemos perdido todo, cuando el brío del alma humana, la creatividad, sucumba ante el ímpetu de las certezas.
Referencias
- Ferguson, N. (2013). La gran degeneración. Barcelona: Random House Mondadori, S.A.
- Nussbaum, M. C. (2013). Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Madrid: Katz Editores.
- Wilson, E. O. (2018). Los orígenes de la creatividad humana. Bogotá, D.C: Editorial Planeta Colombiana S.A.