Minería ilegal de oro en Colombia y políticas públicas

Jaime Arias
Línea de investigación en conflictos por las trasformaciones en las estructuras productivas. Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad Externado de Colombia.

La lógica que permite plantear el fracaso de la guerra estatal contra el narcotráfico también podría soportar que ha fracasado la guerra estatal contra la minería ilegal de oro en Colombia. Por lo que en este último caso merita también explorar otros caminos. Reconocer que destruir maquinarias usadas en la minería ilegal de oro ha sido una política poco efectiva, no es novedoso. Desde el año 2000 las Fuerzas Armadas lo han intentado, basadas legalmente en sus funciones de actuar en “la protección del desarrollo económico, la protección y conservación de los recursos naturales”, como lo definió el Decreto 1512 del 2000 y lo reiteró el Decreto 2235 de 2012 que vuelve a ordenar la destrucción de la maquinaria de las minas que no tengan un título legal. En el 2014 la Policía Nacional creó la Unidad Nacional contra la Minería Ilegal y Antiterrorismo, mediante la Resolución 0492 de 2014 (UNIMIL). El actual gobierno pareciera proponer continuidad en este enfoque de la guerra contra la extracción ilícita de minerales. Sin embargo, legalizar o formalizar la minería ilegal de oro es un camino teórico que siempre ha hecho parte de las opciones para comunidades y territorios históricamente auríferos; para lograrlo, hay que entender la configuración de la cadena de valor de este fenómeno.

Pareciera obvio, pero la minería ilegal está prohibida desde el Código Minero de 1988 (Decreto 2655), la volvió a prohibir la Ley 685 del 2001, ya estaba prohibida en las zonas de reserva forestal (ZRF) por la Ley 2ª  de 1959 (particularmente, la ZRF del Pacífico cubre áreas de departamentos de Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño, de donde sale casi el 50 % de la producción nacional de oro). Es decir, el enfoque prohibicionista dice cuatro veces que esta práctica es ilegal. También se prohibieron la tenencia ilícita de minerales y el mercurio en la minería y se restringió el tránsito de retroexcavadoras y maquinaria que pudiera ser usada en minería ilegal. Finalmente, se requeriría una investigación aparte para cuantificar los numerosos fallos judiciales, acciones populares y tutelas en este mismo sentido. Un prohibicionismo que en gran medida es incapaz de operar sobre las realidades socio-territoriales mineras, ya que se necesitan nuevas formas de entender el problema. Este artículo propone un enfoque basado en el análisis económico y tradicional de los yacimientos.

Primero que nada, se debe entender que existen múltiples tipos de minerías, de escalas, de territorios, de economías y, por lo tanto, de problemáticas diferentes que requieren análisis sectoriales y territoriales específicos. En segundo lugar, hay que reconocer que decir minería aluvial de metales preciosos no es un simple tecnicismo, sino que es el nombre concreto de una práctica socioeconómica y cultural. Esta definición permite entender que ella genera cerca del 80 % de la producción nacional de oro. Es una actividad que dispone de una amplia variedad de adjetivos, como informal, de subsistencia, ancestral, tradicional, artesanal, ilegal, de barequeo, mazamorreo, de oro corrido, mecanizada, y hasta criminal; lo cual hace parecer que se trata de fenómenos demasiado complejos para ser entendidos y resueltos. Analíticamente, proponemos diferenciar dos tipos: la minería aluvial tradicional de escala artesanal legítima y legal y la minería aluvial de mediana escala, mecanizada, ilegal y asociada muchas veces a cadenas criminales. Paradójicamente, la inoperancia de la política pública minera hizo que ambas se confundieran, de modo que la suma de lo virtuoso de cada una no es más que la anulación de sus beneficios sociales y territoriales, como explicaremos.

Explotación de oro de aluvión (EOA) es el nombre con el que la reconoce la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), que desde 2014 monitorea específicamente este fenómeno minero en Colombia con análisis de imágenes satelitales que evidencian la afectación ecosistémica de 145.000 hectáreas de depósitos auríferos aluviales hasta la fecha. Este informe confirma un acotamiento para entender mejor la situación, la clara localización geográfica de las zonas de aluviones auríferos en el país y, por lo tanto, de esta minería aluvial; cartografía que corrobora los informes del Servicio Geológico Colombiano desde hace más de 50 años. Pero desafortunadamente solo se ha considerado en el ordenamiento minero territorial en términos de nuevas prohibiciones, y no en la planificación de un modelo minero que potencie el desarrollo social de las comunidades mineras tradicionales de estos territorios. En regiones del bajo Cauca en Antioquia, Montecristo en la serranía de San Lucas en Bolívar y la región Pacífica de los departamentos de Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño se concentra cerca del 80 % de la actual producción nacional de oro, casi toda informal o ilegal, informal-ilegal. Sin embargo, no debería ser un gran descubrimiento saber que esto ha sido así casi desde siempre.

En un sentido histórico, es posible afirmar que las actuales zonas de minería aluvial de oro tuvieron minería prehispánica Quimbaya, Calima, Nariño y Tumaco (de cuyos modelos sociales extractivos poco sabemos, pero sí que fueron importantes por la abundancia de oro extraído). Luego los mineros europeos introdujeron allí en el siglo XVII el modelo minero aluvial colonial de trabajo en cuadrillas con capataces de la administración y esclavos africanos, con el despojo y desplazamiento de los indígenas de sus territorios mineros. Las concesiones a particulares denominadas reales de minas pagaban regalías a la Corona llamadas quinto real, no sin indicios de grandes distorsiones y contrabando de oro, documentados por Germán Colmenares en su investigación Problemas de la estructura minera en la Nueva Granada (1550-1700); en el periodo de 1531 a 1651 ya no cuadraban los cotejos entre los reportes de producción de Nueva Granada y los valores llegados al puerto de Sevilla.

Lo anterior significó, en gran medida, otra de las particularidades históricas de la minería aluvial de oro: el fenómeno de la anarquía política producida por el libre comercio con polvo de oro sin un acuñamiento de moneda con sello estatal, que a su vez hace parte de un fenómeno sociológico más amplio denominado fiebre del oro y el cual está en la génesis de migraciones, poblamientos e invasiones en todo el mundo desde Sudáfrica hasta Canadá y desde Australia hasta California. Mientras que en la mayoría de las regiones se ha dado una especie de superación intrínseca de la forma de producción extractivista hacia otras economías, en regiones como las mencionadas en Colombia su desarrollo ha sido de un extractivismo crónico, como explicaremos. A manera de ilustración, podemos ver cómo, a diferencia de la anarquía territorial del oro, fue la abundante minería de plata de Zacatecas, Taxco y San Luis Potosí en México y Potosí-Cerro Rico en Perú la que posibilitó el desarrollo de instituciones estatales y el comercio legal con moneda acuñada, lo que a su vez valorizó otras actividades que superaron la economía minera. Potosí en el siglo XVII con la economía minea de la plata desarrolló universidades, iglesias y tenía más de 150 000 habitantes De otro lado, en el siglo XVII la Casa de la Moneda de Santafé fue la primera de América autorizada para acuñar moneda de oro como un intento de controlar nuestra febril abundancia fundacional.

Las Cajas Reales de la Colonia y posteriormente el monopolio de la compra de oro por el Banco de la República (entre 1930 y 1991) mantuvieron algún orden estatal en la comercialización de oro en esas mismas regiones mineras. Sin embargo, en este aspecto la guerra contra la minería ilegal no considera que la producción nacional de oro no contribuye directamente al crecimiento y soberanía de las reservas internacionales de oro de Colombia.

Aquí se puede entender que la minería informal-ilegal de oro opera como una liberalización de la extracción y del comercio de este metal, que a su vez es una tendencia histórica de largo plazo desde que las estructuras mineras de cuadrillas con esclavos fueron menos competitivas que la práctica libre del método minero del mazamorreo derivado de la manumisión de los esclavos o del modelo antioqueño del barequeo. Lo cual para los negros significaría la conformación de una economía extractiva territorializada junto a otros productos de la selva, como la tagua, las maderas y la pesca, que les permitió mayor autonomía territorial y los libró de seguir el camino de proletarios agrícolas. Así lo plantea la doctora en Geografía por la Universidad de California (Berkeley) Claudia María Leal-León en su artículo “Libertad en la selva. La formación de un campesinado negro en el Pacífico colombiano, 1850-1930”.

Aunque pueda parecer una herejía contra muchos de los paradigmas sobre la economía extractiva, esta permitió conservar el bosque del Chocó frente a la amenaza de la agricultura que deforestó casi toda la región andina, por medio de una extracción minera de baja intensidad y articulada a las antiguas redes comerciales coloniales del mismo modelo minero. De otro lado, el modelo antioqueño del mazamorreo condujo a un minero mestizo y blanco de una economía pragmática y potentes circuitos de comercio interno y externo y acumulación, que en algunos casos llegaron a minería de mayor escala e incluso a procesos de industrialización. Entonces, debemos entender que la minería tradicional debe ser comprendida como un modelo histórico de economía territorial basado en la apropiación sociocultural de un recurso natural no renovable, pero que aquí pareciera que no se agota, que no se supera. Y aquí hay que pensar diferente: la única forma de agotar el recurso no es su prohibición, sino que existen otras variables sobre las que es posible operar, como veremos:

Técnicamente, la minería tradicional está caracterizada por una alta movilidad que permite extraer selectivamente lo más rico o la crema del aluvión y desplazarse a un nuevo depósito. Esto la hizo un modelo virtuoso ambientalmente, óptimo y eficiente en términos de productividad, y dado el medio aluvial de yacimientos dispersos fue mucho más competitiva que otros modelos más rígidos y menos móviles. Sin embargo, lo que eran virtudes se volvieron defectos cuando los aluviones se empezaron a agotar. Bajo su estructura productiva tradicional ya no eran tan rentables y la economía territorial no se preparó para una reconversión. En las regiones auríferas del bajo Cauca en Antioquia, Montecristo en la serranía de San Lucas en Bolívar y de la región Pacífica de los departamentos de Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño no hubo alternativas. La otra opción era la mejora de la productividad extractiva por medio de la tecnificación. Se necesitaba otro modelo de minería de pequeña escala. El Estado cerró las puertas de la tecnificación y un romanticismo que supuso salvarlos los condenó a ser mineros tradicionales paupérrimos. Pero actores ilegales y armados mucho más pragmáticos llegaron con retroexcavadoras, dragas, y dragones, financiación y control territorial, ganando de paso unas bases sociales. Y empezó la guerra contra la minería ilegal, ahora en una simbiosis perversa de minería informal-ilegal.

De un lado, su movilidad a lo largo de ríos, aluviones y madreviejas hace inefectivas las políticas de destrucción de maquinaria, ya que rápidamente se identifican nuevos sitios ricos en oro y más alejados de la acción estatal porque la maquinaria se reemplaza y la potencia del yacimiento permanece intacta para su apropiación por nuevos mineros. Al no requerir de exploración ni cierre, es una práctica netamente de fase extractiva y depredadora, sin una planificación racional. No hay nada que formalizar ni legalizar, salvo un consenso sobre dos nuevos modelos mineros territoriales que requieren construirse. Antes la minería de pequeña escala no necesitaba más; cuando el oro era abundante y superficial, hacer una exploración sistemática que permitiría calcular las reservas de oro totales del aluvión no tenía sentido, y el bajo impacto de su extracción no ameritaba esfuerzos en recomponer el terreno excavado, pues bastaba la siguiente crecida del río y todo volvía a quedar igual. Sin embargo, en las circunstancias sociales, económicas y ambientales de hoy es necesaria una planificación de las fases de exploración, extracción y cierre, y no es utópico decir que esto permitiría una práctica sostenible en estos territorios mineros.

Esta planificación debió hacerla el Estado tal como estaba contemplada en el Código de Minas, Ley 685 de 2001. Pero su omisión arrojó a los mineros tradicionales a las garras de los actores ilegales quienes sí impusieron una planificación perversa aportando maquinarias y financiación, y ahora la política de la paz total del actual gobierno exige separar lo que nunca debió unirse. Los registros de la Agencia Nacional de Minería hablan de más de 60.000 mineros de subsistencia, que (a pesar de su margen de error) dan un orden de magnitud del fenómeno social, ya que a su vez permite legalizar parte de la producción aurífera de las mafias ilegales.

Así mismo, el Estado cobra las regalías, y hay cadenas de suministro, compradores y exportaciones de oro. Es innegable la gran capacidad de permanencia y continuidad de esta minería, incluso contra prospectivas, como la geológica-económica, que han dictaminado en vano el agotamiento de sus yacimientos, pero que se repotencian una y otra vez ante las demandas y precios de la economía mundial y la incapacidad de regulación estatal: con un nuevo modelo siempre más precario que el anterior, soportado hoy en un desempleo local estructural y que es rentable a fuerza de no internalizar los costos ambientales y de seguridad laboral. Aceptar la realidad del fracaso de la lucha contra la minería ilegal permitiría pensar que su legalización y formalización técnica es el camino de la mano de lo que el Gobierno ha llamado la paz total; sin embargo, legalizar o formalizar significa que habría un modelo minero aluvial fáctico que funciona y solo requiere un título, lo cual es un error. La formalización pudo tener sentido hace 22 años cuando se promulgó el actual código minero, pero hoy el problema es diferente.

Los acuerdos necesarios deben apuntar a recuperar el control estatal del subsuelo y de los recursos auríferos de sus aluviones, y no a entregas de minas que no existen porque no disponen de cuantificación de reservas probadas. Tiene que ser hacia un modelo minero de los territorios de aluviones auríferos con una minería bajo control estatal, racional en la sostenibilidad social, económica y ambiental, con cierres mineros sostenibles, con reconversión y transición hacia nuevas economías territoriales. Para todo ello hay herramientas en la Ley 685 de 2001. Este modelo de minería aluvial de oro tiene una agencia histórica con la cual toca actuar y transar, aunque existe el riesgo de no entenderla y que los demás actores de la guerra hablen por ella y la minería continúe siendo botín y no un actor del desarrollo y paz territorial. Incluso los mismos idealizados mineros ancestrales tienen por aprender la implementación de las fases de exploración y cierre, porque nunca lo han hecho, con los riesgos de un populismo de corto plazo. Las mismas posturas ambientales y las justas causas de la protección de los ecosistemas tienen la oportunidad de un camino concertado, gradual y técnicamente planificado, que considere que la minería, como parte del problema, es parte de la solución.